Puntual en mi cita con ellos, siempre por alguna causa u otra, de blanco se teñían mis mejillas al mezclarse mis lágrimas con la pintura arcoíris del azul, magenta y amarillo.
Eran los martes, pero bien parecidos eran a los viernes de jolgorio o a los domingos de repecho semanal con manta y peli. Un martes con tanto sentido como el lunes tras un concierto de Pedro Guerra de fin de semana o semejante las tertulias de guachinche de los miércoles y los jueves.
Eran los martes y los disfraces de superhéroes eran mi especialidad. Esta vez tocó ir de Wonder Woman. Los peques de la planta de oncología del Hospital Materno infantil se desternillaban al verme enfundado en un corsé lleno de estrellas, la cara pintada y unos brazaletes plateados muy brillantes.
Ellos eran pretensiosos del buen humor, maleducados de lo agrio, chulescos en carcajadas, presentes, jocosos, inocentes, grandes liliputienses de corazones enormes y de almas perennes….así eran los niños de la planta de aloe vera, como a mí me gustaba llamarlos.
Y allí, en la la tercera planta de oncología, los había colocado la vida caprichosa, puta vida, y a mí, afortunado, por mi trabajo, también.
– ¡A mí el poder de la juventud eterna para estos niños grandes y que así vuelvan a ser bebés! – gritaba yo con los brazos en alto y gestos de magnificencia invocando mi superpoder, el poder de la juventud eterna. Y sin mediar medio segundo sonaban todos ellos entrando en el juego e imitando a un bebé.
– ¡Waa, waa! – exclamaban.
Sonaban risas que contagiaban a otras y otras que multiplicaban las primeras. Un trompo sin fin en donde la carcajada inicial daba pie a una cascada de musicalidad, a unas lágrimas bonitas llenas de ganas iguales al sí saber de veras lo que son las mariposas en la tripa.
Risas más que divertidas, pero… de repente… al buscar a Leire y no encontrarla entre todos, disimuladamente echar un vistazo a su cama y ver ésta vacía, comencé a marearme. Todo me daba vueltas…sudor, nauseas, palidez, taquicardia, frío…mucho frío…y se me nubló la vista.
Sólo recuerdo, antes de entrar en un sueño profundo, mi reflejo en el espejo, bajar la mirada ver el suelo lleno de piececitos chiquitos desenfocarse rápidamente y a lo lejos en la almohada una flor de pétalos enormes transparentes.
“Caminaba errante, extrañado por lo que me rodeaba.
Las carreteras estaban llenas de bolas pequeñas de colorines y por ellas circulaban sumergidas bicicletas con ruedines.
Las nubes estaban al alcance. Eran rosas y estaban tan cerca y eran tan espesas que las podías morder. Sabían a pez mantequilla con trufa, a barraquito, a aguacate con pimentón y lima o a helado de vainilla y menta, si y sólo si, las pillabas al pasar.
Sonaba música en el ambiente y olía a azahar y lavanda en una esquina y en la otra a hierba huerto y cilantro, sorprendiéndote siempre.
Había niños por todas partes. Por las calles adoquinadas de legos paseaban niños como niños y niños adolescentes, niños adultos y niños viejos. Niños y niñas. Vendedores niños, niños niños, policías niñas, tertulianos niños, mamas niñas y papas niños, médicos niñas, conductores niños, niñas niñas, niñas ancianas con niños y niños y niñas jugando al pilla pilla. Niñas y niños.
Y por todo esto fruncía el ceño, se me quedaba la boca de medio lado, los labios de piñón y la piel de gallina. Estaba extasiado, me gustaba lo que me rodeaba pero…éste…éste no era el mundo donde yo vivía.
Y es que en el mío hay prisas por vivir, cláxones, caras sin cafés y filtros grises y ocres.
En el mío uno esclaviza su andar por un camino aún sin labrar y se llora el ayer pensando que tiempos pasados siempre fueron mejores y que es mejor malo conocido que bueno por conocer.
Y entre tanto brote de cal y arena se me para delante una niña.
¿Leire? No me lo podía creer. El pijama blanco lo había cambiado por un traje con papagayos, pelícanos y flamencos bordados y unas botas arlequinadas. Su cabecita sin pelo ahora tenía una melena llena de rizos a lo afro de color castaño californiano. Seguía con su metro justito de estatura y con su enorme mirada de chispitas.
– ¡Leire!- le exclamé encandilado.
– No. Soy Samsara. – me respondió apresurada.
– ¿Samsara? – me extrañé.
– Sí, Samsara. ¿no me conoces?- preguntó dulce antes de proseguir- Soy la reina de todos los reinos, creadora de las manzanas de caramelo, de las gominalas y de los no cumpleaños. Soy la que inventó la cura de las heridas con un sana, sana y la que te regala los cinco minutos de más cuando te faltan cuatro. La que sabe pero más aprende, la que abraza, besa y la que quita los pellizcos para que sigas ensueño…la que habla con el helio de los globos y la que hace pompas con chicles de metro.- me explicó.
– Pues…perdone Samsara, y encantado de conocerla, su majestad- adulé con gracia- …pero es que…tengo una amiga que se llama Leire que es clavadita a ti. – seguía hablándole perplejo por el parecido.
– ¿Sabes dónde estás?- me decía dando giros sobre sí y saltando como si tuviese chinches en el faldón.
Y la verdad que no. No sabía dónde estaba pero bien grande debía ser el lugar al estar al frente una niña. Siempre creí que si las mujeres dominaran el mundo éste sería bonísimo pero aquí era mucho mejor: la que manda además de ser mujer es, niña.
– Pues no sé dónde estoy Samsara- respondí esperando impaciente su respuesta.
– Estás en Namuhla. La tierra sin fin, con horizontes infinitos, donde las probabilidades no existen porque siempre el azar juega a tu favor, donde se puede si se quiere, donde se viste mucho de verde y es que como dicen el refranero inventado: “Aquellos a los que el verde bien les sienta, bien guapos aparentan”. – ella seguía hablando.
– Estás en Namhula donde no se olvida el sonido del respirar, del olor a mar ni de lo bonito de la hoguera en las noches de lunares llena. Estás en un lugar mágico creado por los niños, esos que llevan dentro, los bebés, los niños, los adultos y los viejos. – sonreía al hablar.
– Namhula es el aura que existe en el ambiente de espíritus valientes- concluyó y siguió su camino. «
– ¡Despierta!- escuché a la par que me daban golpitos en la mejilla y me mojaban la nuca con agua helada.
– ¡Qué susto nos has dado! Anda, vete incorporándote despacito- María una de las enfermeras de la planta me ayudaba.
– María ¿dónde está Leire?. Acabo de tener un sueño muy extraño…
– Eloy. Leire se marchó ayer. Se fue sonriendo, sin dolor, en paz y te dejó un regalo. Esta flor de pétalos transparentes para que los pintaras con los colores que siempre traías en tu cara.
María me abrazó tan fuerte que se asfixiaron mis ganas de rabiar, de gritar. Una lágrima resbaló por mi cara blanca que calló sobre el regalo de Leire y que tiñó de color el pétalo que tocó. Y ahí comencé a entender mi sueño. Comencé a entender lo que era Namuhla.
Namuhla no era el lugar y ni siquiera era el tiempo.
Namuhla es el olvido de miedos y de rencores, es valentía, es ausencia de banalidades diarias donde predomina lo importante, lo sencillo, lo simple. Donde ganan los valores bonitos, los cimientos fuertes, el respeto, la lealtad, el buen humor, lo presente, la suerte por conocer almas que duran para siempre.
Y encima, como no, Namuhla, proyectada en niños. Quienes mejores que ellos para tatuarnos en la frente el sentido de la vida, como Samsara, como mi Leire o como todos aquellos niños que nos enseñan que no hay nada que perder si tu forma de ver la vida la haces a través del mundo en Namhula, a través de los ojos de mis niños de la planta de oncología del Hospital materno infantil, a través, de mis niños de la planta de Aloe Vera.
#hoynoperderé
Dedicado a unos superhéroes muy especiales: Eloy y su supermami Sara.