Luceros aborregados, pintadas libres a brocha o a pincel fino.
Efímeras barruntando lluvia, sol o simple sombra.
Se llenan de pureza blanca, rojizas de rabia o de gris con la más triste pena.
Dejan sin límites el aire y un mar sin ellas si las soplas.
Te envuelven, se esconden, te rozan, se ausentan.
Siempre me lo encontraba allí, a cualquier hora, en el banco roído bajo la acacia de la Calle Ocho de Abril.
Era un señor mayor bien parecido y elegante desaliño, con aparente morriña y sonrisa de soslayo.
Se parecía mucho a mi abuelo Listrito. Él me contaba historias, cuando nos acostábamos en el patio de casa, mirando las nubes y poniéndoles formas.
Me decía que trabajaba, en sus tiempos mozos, en una fábrica de nubes y que su jefe llevaba una chaqueta parcheada de colores brillantes…la misma, quise creer, que la que vestía a medida aquel viejo ese día.
-Buenas tardes, disculpe las molestias- me dirigí a él.
-¿qué tal mi niño? – me contestó con cariño.
-Perdone pero por casualidad usted no es dueño de una fábrica de nubes?-pregunté sin vergüenza.
El hombre asombrado no pudo contener la emoción y escondiendo alguna que otra lágrima asintió con un gesto noble y me invitó a que escuchara como se convirtió en un hacedor de nubes.
Almohadas de golosina, malva visco de color rosa y dulce sabor a miel.
Nostalgia de chiquitito y del que la gozó, morriña del ayer.
Calman el sabor del amargor y deleitan en noches de hogueras en clave de sol.
Chistas si no es tuya la última, y ríes o buscas y suspiras aliviado cuando encuentras y saboreas.

Nubes vistas con diferentes prismas…
Nubes de golosina o en el cielo…
Nubes… algo bueno habrás hecho si despiertas el alma de todo el que te mira o te prueba.