Todas las mañanas pasaba por la acera frente donde yo esperaba.
Andaba elegante con una mochila vieja y un vaso con tapa, supongo con té. Desaliñada y pequeñita pero espigada, de pelo alborotado y oscuro y hoy con un traje corto, suelto al viento que le daba un aire de libertad. Péndula hipnótica que, seguro de fortuna llena a todo aquel que la pueda conocer.
Pero llevaba días que en el espejo del escaparate de la tienda de la esquina donde desaparecía hasta nuestro encuentro de la mañana siguiente bajaba la mirada. Era ese gesto que se hace cuando de vergüenza te invade el cuerpo, miras de soslayo, te sonrojas y titubeas.
Pasó rauda con el cuerpo encorvado y un paso a la izquierda con el pie cambiado hizo que cayera. Antes de que recuperara la verticalidad en el suelo estaba yo a su lado y de cuclillas agarrando su brazo le ayudé a incorporarse.
– ¿Estás bien?- le dije.
– Sí, gracias – Respondió con una pequeña sonrisa. Tenía el rímel ligeramente corrido y sacudiéndose el traje, dándome un tímido abrazo siguió su camino.
Jamás volví a verla y aún sigo con las ganas de preguntarle el por qué de esa mirada gacha ante ese reflejo por si me daba alguna solución a esa actitud que comparto hace mucho tiempo en el espejo de mi casa.
Me encanta. Muy bien escrito y la idea queda muy bien reflejada. Hace que empatices. ¡Felicidades!
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Muchas gracias mi amiga escritora. Un fuerte abrazo.
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Qué bonito, me encanta leerte!
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Muchísimas gracias por tu cariño Cris. Un besote
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